El Papa pide examinar la conciencia
Discurso completo del Papa Francisco a la Curia Romana por las felicitaciones navideñas. 22 diciembre 2014
“Tú estás sobre los querubines, tu que has cambiado la
miserable condición del mundo cuando te has hecho como nosotros” (San
Atanasio).
Queridos hermanos, Al término del Adviento nos encontramos
para los tradicionales saludos. En pocos días tendremos la alegría de celebrar
la Navidad del Señor; el evento de Dios que se hace hombre para salvar a los
hombres; la manifestación del amor de Dios que no se limita a darnos alguna
cosa o a enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se nos da a sí
mismo; el misterio de Dios que lleva sobre sí mismo nuestra condición humana y
nuestros pecados para revelarnos su Vida divina, su gracia inmensa y su perdón
gratuito. Es la cita con Dios que nace en la pobreza de la gruta de Belén para
enseñarnos el poder de la humildad. De hecho, la Navidad es también la fiesta
de la luz que no viene acogida de la gente ‘elegida’ sino de la gente pobre y
simple que esperaba la salvación del Señor...
Ante todo, quisiera desear a todos ustedes –colaboradores,
hermanos y mujeres, representantes pontificios esparcidos por el mundo- y a
todos sus queridos, una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo agradecerles
cordialmente por su compromiso cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la
Iglesia Católica, de las Iglesias particulares y del Sucesor de Pedro.
Puesto que somos personas y no números o denominaciones,
recuerdo de manera especial aquellos que, durante este año, han terminado su
servicio por razones de edad o por haber asumido otros roles, o porque han sido
llamados a la Casa del Padre. También a todos ellos y sus familias van mis
pensamientos y gratitud.
Deseo elevar con ustedes al Señor un profundo y sincero
agradecimiento por el año que termina, por los acontecimientos vividos y por
todo el bien que Él ha querido realizar generosamente a través del servicio de
la Santa Sede, pidiéndole humildemente perdón por las faltas cometidas "en
pensamientos, palabras, obras y omisiones".
Y partiendo de este pedido de perdón, desearía que nuestro
encuentro y las reflexiones que voy a compartir con ustedes se conviertan, para
todos nosotros, en un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de
conciencia para preparar nuestro corazón para la Navidad.
Pensando en este encuentro he recordado la imagen de la
Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como explicó
el Papa Pío XII, "fluye y casi brota de lo que exponen con frecuencia las
Sagradas Escrituras y los Santos Padres." En este sentido, San Pablo
escribió: "Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y
todos los miembros, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo"
(1 Cor 12,12).
En este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que
"en la estructura del cuerpo místico de Cristo existe una diversidad de
miembros y oficios. Uno es el Espíritu, que para la utilidad de la Iglesia
distribuye sus diversos dones con generosidad proporcionada a su riqueza y a las
necesidades de los ministerios (1 Cor 12,1-11)." Por lo tanto,
"Cristo y la Iglesia forman el "Cristo total" - Christus Totus
-. La Iglesia es una con Cristo."
Es hermoso pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo
de la Iglesia, es decir, como un "cuerpo" que intenta seriamente y cotidianamente ser más vivo, más
sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo.
En realidad, la Curia Romana es un cuerpo complejo,
compuesto de muchos Dicasterios, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y
numerosos elementos que no tienen todos la misma tarea, pero que se coordinan
para poder funcionar en modo eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, a
pesar de las diferencias culturales, lingüísticas y nacionales de sus miembros.
De todos modos, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede
vivir sin alimentarse y cuidarse. De hecho, la Curia - como la Iglesia - no
puede vivir sin tener una relación vital, personal, auténtica y equilibrada con
Cristo. Un miembro de la Curia que no se alimenta todos los días con aquel
Alimento se convertirá en un burócrata (un formalista, un funcionalista, un
simple empleado): una rama que se seca y muere lentamente y se tira lejos. La
oración diaria, la participación regular en los sacramentos, especialmente la
Eucaristía y la reconciliación, el contacto diario con la Palabra de Dios y la
espiritualidad traducida en caridad vivida son el alimento vital para cada uno
de nosotros. Que sea claro a todos nosotros que sin Él no podemos hacer nada
(cf. Jn 15, 8).
Como resultado, la relación viva con Dios nutre y refuerza
también la comunión con los demás, o sea, cuanto más estrechamente adherimos a
Dios, más estamos unidos entre nosotros, porque el Espíritu de Dios nos une y
el espíritu maligno divide.
La Curia está llamada a mejorar, siempre mejorar y crecer en
comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión. Sin embargo,
como cada cuerpo, como todo cuerpo humano, está expuesto a la enfermedad, al
mal funcionamiento. Y aquí me gustaría mencionar algunas de estas enfermedades
probables, enfermedades de la curia. Las enfermedades más frecuentes en nuestra
vida de la Curia son las enfermedades y tentaciones que debilitan nuestro
servicio al Señor. Creo que nos va a ayudar el "catálogo" de las
enfermedades - como los Padres del Desierto, que hacían catálogos – de las que
hablamos hoy: nos ayudará a prepararnos para el Sacramento de la
Reconciliación, que será un bello paso para todos nosotros para prepararnos
para la Navidad.
1. La enfermedad de sentirse “inmortal”, “inmune” o incluso
“indispensable” descuidando los necesarios y habituales controles. Una Curia
que no se autocrítica, que no se actualiza, que no trata de mejorarse es un
cuerpo enfermo. Una ordinaria visita a los cementerios podría ayudarnos a ver
los nombres de tantas personas, de las que cuales algunas tal vez creíamos que
eran inmortales, inmunes e indispensables. Es la enfermedad del rico insensato
del Evangelio que pensaba vivir eternamente (cfr. Lc 12, 13-21) y también de aquellos
que se transforman en patrones y se sienten superiores a todos y no al servicio
de todos. Esta deriva frecuentemente de la patología del poder, del ‘complejo
de los Elegidos’, del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no
ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente de los
más débiles y necesitados. El antídoto a
esta epidemia es la gracia de sentirnos pecadores y de decir con todo el
corazón: ‘Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer’ (Lc
17,10).
2. Otra: es la enfermedad del ‘martalismo’ (que viene de
Marta), de la excesiva laboriosidad: es decir de aquellos que se sumergen en el
trabajo descuidando, inevitablemente, ‘la parte mejor’: sentarse al pie de
Jesús (cfr Lc 10, 38-42). Por esto Jesús ha llamado a sus discípulos a
‘descansar un poco’, (cfr Mc 6,31) porque descuidar el necesario reposo lleva
al estrés y a la agitación. El tiempo de reposo, para quien ha terminado la
propia misión, es necesario, debido y va vivido seriamente: en el transcurrir
un poco de tiempo con los familiares y en el respetar las vacaciones como
momentos de recarga espiritual y física; es necesario aprender lo que enseña
Eclesiastés que “hay un tiempo para cada cosa” (3,1-15).
3. También está la enfermedad de la ‘fosilización’ mental y
espiritual. Es decir, aquellos que poseen un corazón de piedra y ‘tortícolis’
(At 7,51-60); de aquellos que, en el camino, pierden la serenidad interior, la
vivacidad y la audacia y se esconden bajo los papeles convirtiéndose en
‘máquinas de prácticas’ y no ‘hombres de Dios’ (cfr. Eb 3,12). Es peligroso
perder la sensibilidad humana necesaria para llorar con quienes lloran y
alegrarse con aquellos que se alegran. Es la enfermedad de quienes pierden ‘los
sentimientos de Jesús’ (cfr Fil 2,5-11) porque su corazón, con el pasar del
tiempo, se endurece y se convierte en incapaz de amar incondicionadamente al
Padre y al prójimo (cfr Mt 22, 34-40). Ser cristiano, de hecho, significa
‘tener los mismos sentimientos que fueron de Jesucristo’ (Fil 2,5),
sentimientos de humildad y de donación, de desapego y de generosidad.
4. La enfermedad de la excesiva planificación y del
funcionalismo. Cuando el apóstol planifica todo minuciosamente y cree que si
hace una perfecta planificación las cosas efectivamente progresan,
convirtiéndose de esta manera en un contador. Preparar todo bien es necesario,
pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar o pilotear la libertad
del Espíritu Santo que es siempre más grande, más generosa que cualquier planificación
humana (cfr. Jn 3,8). Si cae en esta enfermedad es porque ‘siempre es más fácil
y cómodo permanecer en las propias posturas estáticas e inmutables. En
realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no
tiene la pretensión de regularlo y de domesticarlo… -domesticar al Espíritu
Santo- Él es frescura, fantasía, novedad.
5. La enfermedad de la mala coordinación. Cuando los
miembros pierden la comunión entre ellos y el cuerpo pierde su armonioso
funcionamiento y su templanza, se convierten en una orquesta que produce ruido
porque sus miembros no colaboran y no viven el espíritu de comunión y de
equipo. Cuando el pie dice al brazo: ‘no te necesito’ o la mano dice a la
cabeza ‘mando yo’, causa malestar y escándalo.
6. La enfermedad del ‘Alzheimer espiritual’, es decir el
olvido de la ‘historia de la salvación’, de la historia personal con el Señor,
del ‘primer amor’ (Ap 2,4). Se trata de una disminución progresiva de las
facultades espirituales que en un más o menos largo período de tiempo causa
serias discapacidades a la persona haciéndola incapaz de desarrollar alguna
actividad autónoma, viviendo en un estado de absoluta dependencia de sus
concepciones, a menudo imaginarias. Lo vemos en aquellos que han perdido la
memoria de su encuentro con el Señor; en quienes no tienen sentido
deuteronómico de la vida; en aquellos que dependen completamente de su
presente, de las propias pasiones, caprichos y manías, en quienes construyen a
su alrededor muros y hábitos se convierten, cada vez más, en esclavos de los
ídolos que han esculpido con sus propias manos.
7. La enfermedad de
la rivalidad y de la vanagloria. Cuando la apariencia, los colores de la ropa o
las medallas honoríficas se convierten en el primer objetivo de la vida, olvidando
las palabras de San Pablo: ‘No hagan nada por rivalidad o vanagloria, sino que
cada uno de ustedes, con humildad, considere a los otros superiores a sí mismo.
Cada uno no busque el propio interés, sino también el de los otros (Fil 2,1-4).
Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir un
falso ‘misticismo’ y un falso ‘quietismo’. El mismo San Pablo los define
‘enemigos de la Cruz de Cristo’ porque se jactan de aquello que tendrían que
avergonzarse y no piensan más que a las
cosas de la tierra (Fil 3,19).
8. La enfermedad de la esquizofrenia existencial. Es la de
quienes viven una doble vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y del
progresivo vacío espiritual que licenciaturas o títulos académicos no pueden
llenar. Una enfermedad que sorprende frecuentemente a los que abandonan el
servicio pastoral, se limitan a las cosas burocráticas, perdiendo de esta
manera el contacto con la realidad, con las personas concretas. Crean así un
mundo paralelo, en donde ponen de parte todo lo que enseñan severamente a los
demás e inician a vivir una vida oculta y a menudo disoluta. La conversión es
muy urgente e indispensable para esta gravísima enfermedad (cfr Lc 15, 11-32).
9. La enfermedad de los chismes, de las murmuraciones y de
las habladurías. De esta enfermedad ya he hablado en muchas ocasiones, pero
nunca lo suficiente. Es una enfermedad grave, que inicia simplemente, quizá
solo por hacer dos chismes y se adueña de la persona haciendo que se vuelva
‘sembradora de cizaña’ (como Satanás), y, en muchos casos casi ‘homicida a
sangre fría’ de la fama de los propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de
las personas cobardes que, al no tener la valentía de hablar directamente,
hablan a las espaldas de la gente. San Pablo nos advierte: hacer todo sin
murmurar y sin vacilar, para ser irreprensibles y puros (Fil 2,14.18).
Hermanos, ¡cuidémonos del terrorismo de los chismes!
10. La enfermedad de divinizar a los jefes: es la enfermedad
de los que cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son
víctimas del carrerismo y del oportunismo, honran a las personas y no a Dios
(cfr Mt 23-8.12). Son personas que viven el servicio pensando únicamente en lo
que deben obtener y no en lo que deben dar. Personas mezquinas, infelices e
inspiradas solamente por el propio egoísmo (cfr Gal 5,16-25). Esta enfermedad
podría golpear también a los superiores cuando cortejan a algunos de sus
colaboradores para obtener su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero
el resultado final es una verdadera complicidad.
11. La enfermedad de la indiferencia hacia los demás. Cuando
cada uno sólo piensa en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las
relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su conocimiento al servicio
de los colegas menos expertos. Cuando se sabe algo se posee para sí mismo en
lugar de compartirlo positivamente con los otros. Cuando, por celos o por
astucia, se siente alegría viendo al otro caer en lugar de levantarlo y
animarlo.
12. La enfermedad de la cara de funeral. Es decir, la de las
personas bruscas y groseras, quienes consideran que para ser serios es
necesario pintar el rostro de melancolía, de severidad y tratar a los demás
-sobre todo a los que consideran inferiores- con rigidez, dureza y arrogancia.
En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril son a menudo síntomas
de miedo y de inseguridad de sí. El apóstol debe esforzarse para ser una
persona cortés, serena, entusiasta y alegre que transmite felicidad en donde se
encuentra. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia
con la alegría a todos los que están alrededor de él: se ve inmediatamente. No
perdamos, por lo tanto, el espíritu alegre, lleno de humor e incluso
auto-irónicos, que nos convierte en personas amables, también en las
situaciones difíciles. Qué bien nos hace una buena dosis de un sano humorismo.
Nos hará muy bien rezar frecuentemente la oración de Santo Tomás Moro: yo la
rezo todos los días, me hace bien.
13. La enfermedad de la acumulación: cuando el apóstol trata
de llenar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no
por necesidad, sino solo para sentirse al seguro. En realidad, no podremos
llevar nada material con nosotros porque ‘el sudario no tiene bolsillos’ y
todos nuestros tesoros terrenos –también si son regalos- no podrán llenar nunca
aquel vacío, y lo harán más exigente y más profundo. A estas personas el Señor
repite ‘tú dices soy rico, me he enriquecido, no tengo necesidad de nada. Pero
no sabes que eres un infeliz, un miserable, un pobre, un ciego y desnudo… Sé
pues celoso y conviértete’ (Ap 3,17-19). La acumulación pesa solamente y
ralentiza el camino inexorable. Pienso en una anécdota: un tiempo, los jesuitas
españoles describían a la Compañía de Jesús como la ‘caballería ligera de la
Iglesia’. Recuerdo la mudanza de un joven jesuita, mientras cargaba el camión
de sus posesiones: maletas, libros, objetos y regalos, y escuchó, con una sabia
sonrisa, de un anciano jesuita que lo estaba observando: ¿Esta sería la
caballería ligera de la Iglesia? Nuestras ‘mudanzas’ son signos de esta
enfermedad.
14. La enfermedad de los círculos cerrados en donde la
pertenencia al grupito se vuelve más fuerte de la pertenencia al Cuerpo y, en
algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre
de buenas intenciones, pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los miembros
convirtiéndose en un ‘cáncer’ que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tanto
mal –escándalos- especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción
o el ‘fuego amigo’ de las comilonas es el peligro más sutil. Es el mal que golpea desde dentro, y
como dice Cristo, ‘cada reino dividido en sí mismo va a la ruina’ (Lc 11,17).
15. Y la última, la enfermedad del provecho mundano, del
exhibicionismo, cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder
en mercancía para obtener provechos mundanos o más poderes. Es la enfermedad de
las personas que buscan infatigablemente el multiplicar poderes y por este
objetivo son capaces de calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás,
incluso en periódicos y en revistas. Naturalmente para exhibirse y demostrarse
más capaces que los demás. También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo
porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio para
alcanzar tal objetivo, a menudo en nombre de la justicia y de la transparencia.
Recuerdo un sacerdote que llamaba a los periodistas para decirles -e inventar-
cosas privadas y reservadas de sus hermanos y parroquianos. Para él, lo que
contaba era verse en las primeras páginas, porque así se sentía ‘poderoso y
vencedor’, causando tanto mal a los otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estas enfermedades y tentaciones son naturalmente
un peligro para cada cristiano y para cada curia, comunidad, congregación,
parroquia, movimiento eclesial, y pueden golpear sea a nivel individual que
comunitario.
Es necesario aclarar que es sólo el Espíritu Santo –el alma
del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo: ‘Creo… en el Espíritu
Santo, Señor y vivificador’- quien cura cada enfermedad. Es el Espíritu Santo
quien sostiene cada sincero esfuerzo de purificación y de cada buena voluntad
de conversión. Es Él quien nos da a entender que cada miembro participa en la
santificación del cuerpo y a su debilitamiento. Es Él el promotor de la
armonía: ‘Ipse harmonia est’, dice San Basilio. San Agustín nos dice: ‘Hasta
que una parte se adhiere al cuerpo, su curación no es desesperada; aquello que
fue cortado, no puede curarse ni sanar’.
La curación es también fruto de la conciencia de la
enfermedad y de la decisión personal y comunitaria de curarse soportando
pacientemente y con perseverancia la curación. Por lo tanto, estamos llamados
–en este tiempo de Navidad y para todo el tiempo de nuestro servicio y de
nuestra existencia- a vivir ‘según la verdad en la caridad, tratando de crecer
en cada cosa hacia Él, que es el jefe, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien
compaginado y conectado, mediante la colaboración de cada empalme, según la
energía propia de cada miembro, recibe fuerza para crecer en manera de edificar
a sí mismo en la caridad (Ef 4, 15-16).
Queridos hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son
como los aviones: sólo hacen noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan.
Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y muy
cierta, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio
sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que ‘cae’ a todo el
cuerpo de la Iglesia. Por lo tanto, para no caer en estos días en los que
estamos preparándonos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios
y Madre de la Iglesia, curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros
lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean
sanos y re sanadores, santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para
nuestra salvación y del mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia
como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de
reconocernos pecadores y necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a
abandonar nuestra mano entre sus manos maternas.
Muchas felicidades por una santa Navidad a todos
ustedes, a sus familias y a sus colaboradores. Y, por favor, no se olviden de
rezar por mí. Gracias de corazón.
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