Este domingo empezamos un nuevo año litúrgico; comienza de nuevo el ciclo anual de las fiestas de nuestra redención. Celebrar los hitos de la historia de salvación, no es solamente recordar lo que pasó, sino significa recibir hoy, en nuestras vidas, las gracias de estos acontecimientos.
El Adviento es, sobre todo, un tiempo de espera y preparación. Muchos hemos escuchado de las tres venidas del Señor: la primera, el nacimiento de Jesús en Belén que celebramos en Navidad. La segunda trata de sus “venidas” en nuestras vidas cotidianas por la gracia de cada día. La tercera será su venida gloriosa al fin del tiempo, para manifestar el juicio de Dios sobre la historia humana y la vida de cada uno.
El Evangelio de esta Eucaristía está orientado hacia la venida del Señor a fin de los tiempos. Pretende despertarnos del sueño y de la indiferencia. Nos exhorta a esperar al Señor porque vendrá a la hora menos pensada. Este momento secreto, que solo Dios sabe, no ha sido publicado, no para tomarnos desprevenidos sino porque no nos conviene conocerlo. Vivir en la espera es muy sano y estimulante. De hecho, para cada uno de nosotros, personalmente el tiempo de este mundo se acaba a la hora de nuestra muerte.
En los primeros tiempos de cristiandad, las personas bautizadas estaban muy concientes de que sus vidas fueron cambiadas de raíz por el hecho de ser redimidos por el misterio pascual del Señor Jesús, sumergidas en su muerte y resurrección. Ya no pertenecían a sí mismos, sino al Señor. Vivían en este mundo, pero todo apuntaba hacia la vida eterna. Según la frase del P Hurtado: “Soy un disparo a la eternidad.” Adviento es especialmente un tiempo para renovar nuestra vigilancia cristiana, a estar atentos a las venidas diarias de Espíritu Santo. Por su obra en nosotros, los creyentes, y la calidad de nuestra fe y amor a Dios, Él está transformando el mundo; somos como un poco de levadura que tiene la capacidad de transformar toda la masa, de cambiar la historia del mundo.
En la segunda lectura, S Pablo habla de las actitudes y conducta de un cristiano en este tiempo mientras vivimos en este mundo. El no desprecia lo terreno: hay que comer y beber, pero “nada de comilones ni borracheras”. Se puede casarse, pero que sea por amor, no solamente por lujuria ni desenfreno, y nada de fornicación ni adulterio. Hay que trabajar en el campo o en el molino, pero sin riñas ni pendencias. Las actividades de este mundo están iluminadas y orientadas a la vida eterna. Somos hijos de la luz; por eso “andemos en pleno día; dejemos las obras propias de la oscuridad y tomemos las armas de la luz.”
La situación cristiana normal es vivir en la tensión entre el “ahora” y el “todavía no”. El Señor está ya presente pero está por llegar en su plenitud. La Iglesia celebra su presencia en medio de nosotros y al mismo tiempo espera su venida futura. Jesús en el Evangelio no pretende hacernos un descubrimiento sobre el futuro, sino inducirnos a tomar ya desde el momento presente, una actitud cristiana – la de una espera activa.
La vigilancia cristiana tiene un doble aspecto: uno negativo y otro positivo: en palabras sencillas, es evitar el mal y elegir el bien. Lo negativo significa eliminar, en la medida posible, todo lo que obstaculiza la venida del reino de Dios, en su vida personal como también en la sociedad. Esta vigilancia nos ayuda a renunciar las seducciones de un mundo que nos aparta de Dios. Hay también el desafío de resistir las corrientes peligrosas de una sociedad que no es cristiana en sus normas y costumbres. Esta parte es bastante clara aunque no tan fácil para ser fiel y constante. Por eso es indispensable fortalecernos con la oración y los sacramentos, sobre todo con la Eucaristía.
En este tiempo de espera y preparación para la Navidad, no hay nadie mejor para acompañarnos y enseñarnos que María, la Madre de Jesús. En su compañía, podemos meditar sobre el misterio de su Hijo. ¿Quién es Él que viene? ¿Por qué viene a este mundo? ¿A quienes viene?
Ahora en esta Eucaristía, ya se hace presente y nos invita: “Pueblo mío, ven. Caminemos a la luz del Señor.”
Padre Jorge P.
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